“Podés cambiar la ley; pero no podés cambiar a la gente ni como se tratan los unos a los otros”.

POR OLGA DIOS

olgadios@ gmail.com

Esta novela deba ser probable­mente uno de los relatos más conmovedores que haya leído en mi vida. Colson Whitehead ya me había “volado la cabeza” con “El ferrocarril subterráneo”. A mí y a millones de personas, incluido el jurado del Premio Pulitzer en el 2017. Va la recomendación también para ese, o qui­zás un día me anime a escribir una columna entera sobre él. Pero seguir a ese éxito no debe ser fácil, y solo un par de años después, Whitehead nos sorprende con “Los chicos de Nickel”.

Basado en la historia real de una escuela-reformatorio en Florida que estuvo abierta por ciento once años y arruinó la vida de miles de niños, el autor localiza a la “Academia Nickel”, un reformato­rio para “chicos problema”, en Tallahasee, Florida. El narrador, en nuestro tiempo, es Elwood Curtis, un sobreviviente de Nickel a quien no le gusta mucho hablar del tema cuando la prensa lo des­cubre y llueven las denuncias. Pero no puede abstenerse de contar su historia, sobre todo porque, de los pobres chicos que caían en las garras de la maquinaria de Nickel, Elwood pertenecía al grupo más maltratado: los chicos negros. Estamos hablando de principios de los años 60, cuando el Movimiento de los Derechos Civiles ya empe­zaba a llegar a los barrios afroame­ricanos del segregado pueblo de Frenchtown, en el Condado de Tallahasee.

Elwood se toma las palabras del Dr. Martin Luther King, a pecho: el es “tan bueno como cualquiera”. Abandonado por sus padres, su abuela lo man­tiene “derechito”, termina la secundaria y está por empezar a tomar cursos en una modesta universidad local. Pero Florida seguía siendo el territorio de “Jim Crow”, y para un chico de color, el menor error equi­valía a un futuro destruido. A Elwood lo sentencian a la Aca­demia Nickel, que alega como su misión “proveer entrenamiento físico, moral e intelectual” para que los chicos “delincuentes” a su cargo pudiesen convertirse en “hombres honestos y honorables”. Una broma corriente entre los “pupilos”, es que en realidad el nombre “Nickel” (una moneda de cinco centavos), le venía de que ellos, allí, no valían más que eso.

En efecto, “Nickel” no es más que una inmensa cámara de los horro­res donde los sádicos a cargo golpean y abusan sexualmente de los muchachos, las autoridades locales a cargo, totalmente corruptas, hacen la vista gorda mientras se roban alimentos y útiles esco­lares, y cualquier chico que se resista simplemente “desaparece en el patio de atrás”. Elwood, incrédulo de tanta maldad, en un ambiente tan viciado, intenta sostenerse a los ideales del Dr. King: “Tíranos a la cárcel y aún así te amaremos”. Su amigo, Turner, lo considera más que inocente, le recuerda que el mundo está tor­cido, y que la única forma de sobrevivir es ser más astuto y evitar meterse en problemas.

La tensión entre los ideales de Elwood y el escepticismo de Tur­ner los lleva a tomar una decisión que repercutirá por décadas. “Jim Crow” y sus leyes, basadas en la aberrante noción racista de la superioridad racial del hombre blanco, forman un crisol de maldades que determinarán el destino de todos los chicos que sobreviven a Nickel.

“Quizás su vida habría tomado otro rumbo si el Gobierno hubiese abierto el país para mejorar la situación de las personas de color, como hicieron al abrir el Ejército. Pero una cosa era dejar que alguien mate por ti, y otra muy diferente, que sea tu vecino”.

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