- POR MARCELO PEDROZA
- Psicólogo y magíster en Educación
- mpedroza20@hotmail.com
Es vital la presencia de la palabra en la vida de las personas. Somos constantes emisores de palabras. Podríamos preguntarnos qué palabras están impregnadas en nuestras vidas. Cuáles son las que nos identifican, las que utilizamos diariamente, las que fluyen con absoluta naturalidad en nuestras conversaciones con los demás. Si es posible podemos escribir y hacer una lista de las que consideramos nuestras palabras de cabecera.
Se trata de tomar conciencia sobre lo que decimos, de lo que una palabra puede ocasionar; de atender lo que estamos hablando, que quizás de manera recurrente y sin percatarnos caemos una y otra vez sobre lo mismo, cuando a lo mejor es preciso reconvertir nuestro armario de letras. Ampliar el universo de términos exige una constante dedicación. El mismo es como un parque gigantesco que espera que se llene de hermosas flores, entonces cada uno puede plantar aquellas que desea ver florecer.
La palabra quiere ser respetada, en esta idea hay varias interpretaciones que podemos hacer; entre ellas se encuentran: la esplendorosa significación que cada una tiene, la dimensión de lo que representa, la valoración que posee en sí misma y la misión con la que ha sido acuñada por el hablante que la utiliza. La relación entablada entre estas manifestaciones expuestas yace inexorablemente en cada unidad léxica y habilita a potencializar su existencia en el vocabulario.
Darle su lugar es hacerla feliz, es imaginable recurrir a esa sensación de bienestar que produce el cariño hacia ella. Quien admira a la palabra cuida de la misma, la protege de forma simple y lo hace al exteriorizarla en el momento oportuno; no la expone a criterios ambiguos, la hace vivir con claridad.
El mundo de las palabras necesita paz. Requiere de un tiempo de reflexión para que cada cual se pregunte qué es lo que dice desde que amanece hasta que cierra los ojos para descansar. Esta es una elección personal, implica indagarse interiormente, detenerse brevemente para proponerse emplear de forma apropiada la energía al comunicar. Otto Jespersen (1860-1943), lingüista y filósofo danés, consideraba que “cada hablante posee una estructura en su mente que le permite construir sus propias oraciones y expresarlas libremente”.
Aquí la libertad pide paz para poder habitar en la humanidad. Y su viabilidad se supedita a la voluntad de construir a través de la palabra, dado que esta se manifiesta como representante de los hechos que la sustentan. Así como las obras, son también las palabras las que evidencian lo que cada uno es. Ambas pueden mostrar las entrañas del ser humano.
La palabra se constituye en una poderosa herramienta para convivir. Jespersen enseñó en la Universidad de Copenhague desde 1893 hasta su retiro en 1925, entre sus creencias se encuentra la que afirma que los hablantes tienen una fuerte influencia en la evolución de las lenguas. ¿Qué hacemos para cultivar el desarrolla de nuestras lenguas?, ¿admiramos lo que ellas representan socialmente? Nuestra condición de transmisores acompaña a la de receptores de las palabras que otros declaran, de la cual emanan más interrogantes a los citados, tales como, qué criterios nos ayudan a interpretar los mensajes, cómo recibimos lo que nos dicen, cuáles son los principios que nos permiten comprender lo que nos están exponiendo. En ese contexto expresivo de roles, la coexistencia de voces es elemental para crecer debido a que unas y otras pueden ser protagonistas del avance social.