- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Nosotros somos los únicos responsables de nuestro destino histórico y común. De sostener y perfeccionar esta democracia ejerciendo ciudadanía. De eso se trata. En apariencias vivimos en un mundo interdependiente, aunque más no sea para aportar materia prima y mano de obra barata. En que la cultura, la ciencia y la tecnología deberían ser bienes compartidos para suavizar la lucha por la supervivencia de la humanidad, parafraseando a Marcuse, y no instrumentos para imponer superioridad y dominio. Este discurso tendría patente de caducidad si no fuera porque la realidad se empecina en reproducir modelos, aunque por otros caminos, que acrecientan las brechas y asimetrías entre los países muy ricos y los muy pobres, y manteniendo en su mismo nivel a aquellos que están en esa zona intermedia entre ambas categorías. La solidaridad como política internacional es reducida a la caridad selectiva y esporádica.
Hollywood se encargó de adormecer nuestras conciencias haciéndonos creer que los Estados Unidos eran los chicos buenos de las películas de vaqueros. El John Wayne que extendía sus dominios justicieros hasta más allá del Río Bravo. Donde la horda de violadores, asesinos y saqueadores siempre eran mexicanos. Décadas después lo reafirmó el propio Donald Trump. Vitoreábamos al general Custer (George Armstrong) y a su Séptimo de Caballería cuando diezmaban a los guerreros sioux de Caballo Loco y Toro Sentado. La sala se llenó de lágrimas en la Batalla de Little Bighorn. Con ese mismo guión, ellos, y solo ellos, ganaron las dos guerras mundiales. Aplaudimos a sus soldados en Vietnam, sin entender por qué miles de jóvenes norteamericanos se oponían a la guerra. Luego, el otro cine tuvo el coraje del revisionismo y la lucidez de la autocrítica, para mostrarnos la versión contextualizada de los hechos. De cómo los pueblos originarios fueron condenados a las obligadas “reservas” o las atrocidades cometidas en Vietnam. Y no solo por algunas de las partes.
En aquella época de la inocencia crédula, a mediados de los 60 y rondando los ochos años, en las calurosas siestas de Pilar y sus calles de arenas de carbón prendido, camino a la escuela “debatíamos” sobre la inminente invasión del Brasil al Paraguay. Los Saltos del Guairá, la razón del conflicto. No teníamos televisión ni diario. Pero sí un compañero, hijo de un comisario de carrera, bien informado. “Papá nos dijo que los Estados Unidos jamás van a permitir eso. Ellos vendrán a defendernos”. Y con la piel erizada de la emoción, todos le creímos. Parecía que en el aire se escuchaba la trompeta del legendario Séptimo. Muchos no superaron esa conciencia ingenua, atornillada en el pasado, de que un día descenderán en paracaídas los “boinas verdes”, con su lema “Liberar a los oprimidos”, para darle a cada uno lo que le corresponde. Como la reciente visita de la señora Victoria Nuland, subsecretaria de Asuntos Políticos de los Estados Unidos, quien vino a interpelarnos y a advertirnos –según algunos medios de comunicación– sobre los escasos resultados en la lucha contra la corrupción. Nos regañó y nos prometió, en donación, un millón de vacunas Pfizer. Más el anuncio de cuatro hospitales campamento en construcción. Luego se fue, no sin antes señalar que su país cuenta con “poderosas herramientas que podrían utilizarse si fuese necesario”. Al menos así la tradujeron. No necesito explicar que ni siquiera precisa apelar a la fuerza para cumplir con su amenaza. Nuestra autoproclamada izquierda antiimperialista se limitó a la contemplación.
En un país como el nuestro, donde la democracia está fuertemente ligada a los partidos políticos, la participación responsable y el ejercicio saludable de la ciudadanía son el camino para la resolución de nuestros endémicos problemas, como la corrupción y la impunidad. Los espacios que se dejan vacíos son los que, finalmente, son ocupados por los condenados por la crítica. Crítica que, para tener mayor efectividad, precisa del complemento de la acción militante. Y no hace falta militar, necesariamente, en los órganos tradicionales, o en los nuevos enviciados por los viejos –según algunos aspirantes a políticos–, sino en proyectos de alternancia que tengan el atractivo de aglutinar voluntades que se traduzcan en votos y decisiones. La cuestión es involucrarse.
Un ilustrativo trabajo del catedrático, abogado y político mexicano Jaime Cárdenas Gracia sobre “Partidos políticos y democracia”, publicado en el 2015, nos recuerda que en el Estado moderno “los partidos ocupan un lugar central no solo por la integración de los órganos de representación y de gobierno, sino por sus funciones de intermediarios entre el Estado y la sociedad civil”. Pero, también, existe el riesgo de que se desvíen de sus funciones y terminen apoderándose de las instituciones, pervirtiéndolas. Es en ese territorio donde todos debemos trabajar, fortaleciendo los controles democráticos, para evitar el atajo hacia una “partidocracia”. Esa es una tarea exclusivamente nuestra. Ese otro país, repitiendo a Chomsky, es un conocido practicante de la política del doble filo: Exigen hacia afuera lo que no cumplen hacia adentro. Buen provecho.