EL PODER DE LA CONCIENCIA

Las costumbres de las civilizaciones más antiguas del mundo como las de los fenicios (año 1200 a 530 AC) y la de los cartagineses del norte de África (años 900 a 800 AC) se pierden en el tiempo, sin embargo, quedan vestigios de que durante al menos un milenio esas culturas practicaron el sacrificio masivo de niños para aplacar la ira de sus dioses.

Uno de los más “sedientos” era el dios Moloch, representado por una estatua de bronce dentro de la cual ardían las llamas y a donde eran arrojados los infantes. Otros dioses que los fenicios adoraban y a los que también se les realizaban sacrificios infantiles eran Baal y Dagón; los cartagineses contaban con otras deidades como Cronos o Saturno, que exigían igual tributo.

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Al ver la película del gran Leónidas y de sus 300 espartanos no imaginamos que la civilización de este héroe pudiera realizar actos de esa clase. Y aunque no tenían dioses sedientos de sangre infantil, existe una versión que refiere que los recién nacidos que tuvieran malformaciones y no serían aptos para convertirse en soldados eran arrojados desde el monte Taigeto.

Pero no solo en la antigua Eurasia se practicaron sacrificios de menores, también en América. En la cultura azteca, por ejemplo, los arqueólogos encontraron rastros de sacrificios de niños a Tláloc, a Ehécatl, Quetzalcóatl y Huitzilopochtli. También lo hacían los mayas e incas.

A pesar de que los sacrificios masivos de chicos quedaron en el pasado, hoy la “civilización” muestra otro tipo de salvajismo que afecta a los menores. Por ejemplo, los indígenas que pululan en los semáforos pidiendo limosna o los prostituidos en las calles. Pero no solo los indígenas son víctimas, también los blancos son abusados laboralmente y sexualmente en los rincones menos imaginables.

Como si fuera poco, ahora también son utilizados como chantaje cuando surgen problemas entre padres y madres. Ejemplos encontramos a diario: el 6 de noviembre Rafael Ortiz y sus tres hijas fueron denunciados como desaparecidos y dos días después fueron hallados muertos y atados en aguas del río Paraná.

El 20 de noviembre, un hombre que se encontraba con su pareja en el Palacio de Justicia de Ciudad del Este para intentar resolver sus problemas arrebató de los brazos de la madre a su hijo de 6 meses y amenazó con que se arrojaría al río con el bebé.

Ese mismo día, una mujer fue llevada de emergencia al Hospital de Villeta porque presentaba un sangrado. Pese a negar ante los médicos que hubiera estado embarazada, su suegra encontró en el baño de la vivienda el cuerpo de un recién nacido envuelto en telas que presentaba heridas cortopunzantes en el tórax y cuello.

Nuevamente en Ciudad del Este, el 21 de noviembre la fiscal Analía Rodríguez imputó a un hombre luego de amenazar con arrojarse al río junto a los tres hijos menores.

Conscientes de que el abuso de menores cada vez es más frecuente, además que las consecuencias permanecen en la víctima durante toda la vida y sobre todo que los criminales no temen al castigo por esta clase de hechos, los parlamentarios decidieron endurecer las penas y convertirlas en ejemplares.

Elevaron las penas para casos de abusos sexuales a niños y adolescentes, incluso la ley sancionada contempla agravantes de 10 a 20 años. También se estableció que las penas carcelarias no deben ser menores a 20 años cuando la víctima es un niño menor de 10 años; el castigo podría extenderse hasta los 30 años de prisión.

La intención de proteger a los niños es digna de alabanza y tal vez funcione aumentar los castigos porque ni con educación la “civilización” logró a través de la historia impedir que los niños sean las víctimas del salvajismo humano.

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