• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Toda acción política involucra un presupuesto ideológico. Directa o indirectamente. Nadie es inmune a su influencia. Ni en los monasterios. Ni como individualidad ni como entidad partidaria (es obligatorio que así sea), ni como organizaciones sociales. De manera consciente, mediante un proceso de lectura, aprendizaje y práctica, o como miembros inconscientes de una colectividad donde comparten experiencias, sentimientos y símbolos, aunque no puedan definirlos con precisión. Al interior de las masas estos comportamientos, generalmente, están guiados por líderes de opinión o provocados por oradores que encandilan con las palabras o, simplemente, por quienes logran concentrar en su persona el malestar ciudadano, aunque carezca de otros atributos más que la identificación en una causa en común.

En la mayoría de los casos, estas demostraciones nacen a partir de protestas o reclamos a una situación determinada (o de contestación propia de los inconformistas). Y, en el otro extremo, de aprobación y sostén de proyectos que son percibidos como provechosos para la comunidad, que no suelen ser muy efusivos. Esa celebración suele ser íntima, poco expresiva. Y, para otros, ni siquiera eso: “Tenían que hacer nomás luego, es su trabajo”. Estas manifestaciones involucran, inclusive, a los “yo no me meto”, que es una forma pasiva de fijar una posición política. Lo que hace más de cien años, el íntegro doctor Ignacio Alberto Pane calificaba como la “peor forma de hacer política”.

Así que estamos todos integrados desde la participación plena, el asentimiento o rechazo silencioso y el púlpito de los medios de comunicación, cada uno con sus respectivas cargas doctrinarias (o, como mínimo, políticas), las que conducen a una versión diferenciada de la realidad y no guardando siempre la debida fidelidad para exponerla a la gente. Y está, además, esa gran mayoría conformada por los entusiastas aguijoneadores y los apacibles indiferentes. Los primeros convocan a la guerra santa desde las redes sociales, al desembarco en Normandía, a defender las trincheras de Curupayty, y las teclas se transforman en alas flamígeras y las arengas son verdaderos lanzallamas que incendian los campos de batalla de la revolución final. Pero no aparecen en las marchas. No pueden, porque muchos perfiles tienen una sola identidad. Y está la otra mitad: la constituida por los indolentes, sin demostrar afecto a favor o en contra. Por un lado, por las urgencias cotidianas asumidas como prioridad para sobrevivir lo que los llevó al extremo de la alienación y, por el otro, por la profundizada pérdida de credibilidad de la clase dirigente, de todos los sectores, sin excepción alguna. Y, paradójicamente, esta apatía permite la reproducción del círculo nefasto de la mediocridad, la corrupción y la incompetencia, alimentadas todas ellas por la degradante impunidad que sigue campeando, burlona, entre nosotros, desde lo público y lo privado.

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Las movilizaciones ciudadanas, de partidos políticos y sectores populares marcan el pulso de la democracia. Permiten discernir sobre los hechos, evaluarlos y enjuiciarlos. Certifican la vigencia de las libertades públicas, uno de los pulmones imprescindibles de este régimen de gobierno, un paso previo para conquistar los otros derechos fundamentales del hombre (sociales, culturales y económicos). Alimentan el debate, a veces, sin proponerse, entre las demandas ilimitadas de los unos (sociedad) y las respuestas limitadas de los otros (gobiernos). Pueden ser cuestionadas por su doble fondo cuando están adulteradas por factores extraños que solo buscan los atajos del poder, distorsionando la esencia de las reivindicaciones sectoriales, como las de los campesinos y pueblos originarios con quienes el Estado tiene deudas que no pudieron ser saldadas en 36 años de democracia.

Y por ahí también meten más neblina los ojerosos enemigos del buen periodismo, para quienes las protestas solo son contra “la mafia y la corrupción cartista”, un reduccionismo intencionalmente dirigido, que nos lleva a concluir que todas las demás denuncias fueron desestimadas por los exclusivos propietarios de la verdad, especialmente el desvergonzado latrocinio perpetrado durante la administración de Mario Abdo Benítez. Y para que la diversión sea completa, en la marcha contra la corrupción desfilaron varios sindicados como corruptos. Y hasta hablaron. Porque esta descomposición moral es sistémica y hace rato rompió todos los compartimentos de la sociedad. Por eso estamos y seguimos así. Y por eso, también, la desconfianza creciente de los indiferentes. Porque la realidad es la que mejor comunica. Y en estos tiempos se ha desprendido de sus sesgados traductores. De todos los costados. Buen provecho.

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