- Por Víctor Pavón
- Análisis económico
El tablero mundial se sacudió días atrás con las medidas anunciadas por el presidente norteamericano Donald Trump, quien coherente con sus promesas electorales estableció un programa arancelario con repercusión a escala planetaria.
Para Trump, si a los Estados Unidos le imponen aranceles a sus productos en otros países entonces se debe proceder del mismo modo, en coincidencia con el principio de reciprocidad. Trump sabe que los aranceles norteamericanos perturbarán a las economías de los demás países. El arancel es un impuesto comercial que afecta el costo por unidad de producto. Los ingresos de divisas en los países que exportan a EE. UU. se reducirán afectando la plantilla de trabajadores y la inversión. De este modo, los dueños de las empresas presionarán a sus respectivos gobiernos para que se reduzcan los aranceles a los productos norteamericanos.
Además, Trump tiene otro as bajo la manga. Incentivar a las empresas norteamericanas radicadas en otros lugares e incluso extranjeras a establecerse en territorio norteamericano, atrayéndolas con bajos impuestos y mejores ganancias. La jugada parece magistral. Sin embargo, el proteccionismo comercial es como jugar con fuego, se puede uno quemar, quemando a los demás. Los aranceles son propios de la geopolítica que se mueve al compás de los intereses de los gobiernos que no son precisamente los de los individuos. Al pretender corregir el actual desorden arancelario bajando las restricciones en el comercio internacional se está ante una riesgosa apuesta por su efecto bumerán.
Los importadores norteamericanos, por un lado, ahora mismo se empiezan a adaptar al nuevo esquema arancelario y, por el otro, los empresarios de ese país deberán producir lo que antes no hacían, lo que lleva tiempo y tal vez no lo hagan por la mejor competitividad de ciertos productos fabricados en otros países, lo que explica la razón del comercio internacional y el por qué EE. UU. ha sido además de gran exportador, un país importador de bienes que compra afuera antes que producirlos en su territorio.
Mientras tanto, los aranceles afectarán el poder adquisitivo del consumidor norteamericano. La estrategia de Trump podría lograr que su país negocie con otros para reducirse mutuamente los aranceles. Pero hay un tema de fondo; aquí se han despertado los viejos fantasmas del proteccionismo contradiciendo los valores que hicieron grande a los Estados Unidos por su economía libre y vigorosa.
Históricamente Estados Unidos se convirtió desde su Independencia en 1776 en la nación más poderosa del planeta por su economía abierta con empresarios creativos e innovadores como en ningún otro lugar del mundo. La estatua de la libertad en Nueva York simboliza esa tradición: libertad económica y política contra toda forma de opresión.
Trump está sacudiendo el tablero mundial y en muchas de sus propuestas está en lo cierto, pero su programa proteccionista arancelario puede terminar devorándolo a él mismo.
(*) Presidente del Centro de Estudios Sociales (CES). Miembro del Foro de Madrid. Miembro del Consejo Internacional de la Fundación Faro. Autor de los libros “Gobierno, justicia y libre mercado”: “Cartas sobre el liberalismo”; “La acreditación universitaria en Paraguay, sus defectos y virtudes” y otros como el recientemente publicado “Ensayos sobre la Libertad y la República”.
Además, Trump tiene otro as bajo la manga. Incentivar a las empresas norteamericanas radicadas en otros lugares e incluso extranjeras a establecerse en territorio norteamericano, atrayéndolas con bajos impuestos y mejores ganancias. La jugada parece magistral.
Trump está sacudiendo el tablero mundial y en muchas de sus propuestas está en lo cierto, pero su programa proteccionista arancelario puede terminar devorándolo a él mismo.