- Carlos Mariano Nin
Es lunes. Son las 6:45. Voy al trabajo.Un ejército silencioso de personas espera con la paciencia que solo el paraguayo conoce. No espera por un descuento, no espera para comprar el desayuno. Espera con resignación que llegue el siguiente colectivo.
Pasa uno. Lleno.
Pasa otro. Peor.
Y entonces llega el tercero, oxidado, con asientos rotos, chasis destruido por el tiempo y un motor que suena como si pidiera misericordia.
La gente sube igual. Porque no hay opción. Porque en Paraguay viajar en transporte público se volvió una especie de lotería: si ganás, llegás tarde al trabajo. Si perdés, no llegás. Es así. Triste pero real.
El colapso del transporte público ya no es novedad. Lo anormal se volvió rutina. Lo precario se institucionalizó. Y lo más preocupante: nadie parece tener apuro en cambiarlo.
Desde hace décadas venimos escuchando discursos sobre la necesidad de una transformación estructural del sistema de transporte. Los mismos tecnócratas que hace décadas anunciaban el “Plan Maestro de Movilidad Urbana” hoy se pasean en camionetas con aire acondicionado, mientras el pueblo sigue amontonado en colectivos que parecen saunas móviles con ruedas.
La modernización prometida nunca llegó.
En su lugar, se implementaron parches: tarjetas electrónicas que no siempre funcionan, subsidios mal fiscalizados, y una flota de buses cuya mitad no pasaría un control técnico serio.
“En el país de los ciegos, el tuerto es rey”
Y mientras tanto, en las calles, la gente se adapta. Organiza su vida en función al caos: sale más temprano, camina más cuadras, paga más de una tarifa para llegar. Porque en Paraguay, para moverse, uno necesita fe, tiempo y mucha, mucha resignación.
Cuatro meses al año es el promedio que un habitante del Paraguay pierde a bordo de un colectivo del transporte público, de acuerdo a estudios realizados en 2023 por organizaciones civiles.
No solo lo vas a leer aquí. Solo basta con salir a las calles bien temprano y ver cómo se mueve la fuerza trabajadora, esa que conoce de muchos sacrificios y pocas recompensas.
Es una postal cotidiana. Gris. Triste.
¿Hasta cuándo? Esa es la pregunta que nadie responde. Y quizá sea porque no hay quien escuche.
Pero esa es otra historia.