El primer caso del covid-19 fue confirmado en Paraguay el 7 de marzo del 2020 y fue detectado en una persona proveniente de Guayaquil, Ecuador. Días después se comunicó la aparición de un segundo paciente. El 11 del mismo mes, la Organización Mundial de la Salud caracterizó al nuevo virus como pandemia a raíz de su alarmante propagación y gravedad. En ese momento las cifras determinaban 118.000 contagiados en 114 países y con 4.291 decesos. Las informaciones iniciales eran tomadas a la ligera por la población provocando verdaderas catástrofes sanitarias en varios países europeos, especialmente Italia y España. Nuestro Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social (MSPBS), a través de la Resolución 90/2020, del 10 de marzo, “establece medidas sanitarias a los efectos de mitigar la propagación del coronavirus (covid-19)” suspendiéndose la realización de eventos de participación masiva, incluyendo conciertos musicales, encuentros deportivos, reuniones religiosas, gremiales, políticas, sociales y recreativas. El documento oficial incluía los lugares cerrados como cines, centros culturales, discotecas, bares, casinos y teatros. Naturalmente, las instituciones educativas de todos los niveles interrumpían las clases.
Por el Decreto Nº 3456 del Poder Ejecutivo del 16 de marzo se declara “Estado de emergencia sanitaria en todo el territorio nacional”, al que se añade la Resolución 99/2020 del MSPBS del 17 de marzo disponiéndose el aislamiento preventivo general de la población en carácter de cuarentena sanitaria en todo el país a los efectos de mitigar la propagación del covid-19 en el horario de 20:00 a 4:00. Por otro decreto, el número 3478, el período de cuarentena se extiende hasta el 12 de abril, en tanto que las medidas de aislamiento hasta el 28 de marzo. Después vinieron las interminables reglamentaciones que prorrogaban la vigencia de decretos anteriores, el uso obligatorio de mascarillas y lavado de manos, así como la habilitación de albergues para personas que regresaban al país. Finalmente, el cierre total de fronteras.
Paralelamente a la entrega de un fondo de 1.600 millones de dólares en el marco de la emergencia sanitaria, comenzaron a aparecer los primeros actos de corrupción con insumos y equipos que debían ser utilizados para amortiguar el impacto del virus. Es cuando el ser humano –políticos, empresarios y funcionarios públicos– muestran su rostro más execrable tratando de lucrar a costa de la salud en uno de los momentos más críticos para el mundo. Acorralado por algunos medios de comunicación, entre los cuales nos incluimos, el presidente de la República, Mario Abdo Benítez, crea la Comisión Especial de Supervisión y Control de Compras Covid-19 (CESC), siendo designado Arnaldo Giuzzio como coordinador general, sin perjuicio de su cargo de ministro de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad). De más está mencionar que esta comisión, antes que de control, fue una garantía de impunidad para aquellos que seguían en su ambición criminal de estafar al Estado a pesar del drama que estábamos viviendo.
Nuestra tesis repetida es que las autoridades consideraron que la pandemia iba a retroceder rápidamente. Que la aplicación de una cuarentena dura, con encierros y horarios restringidos, chequeados por los organismos de seguridad, serían suficientes para que el nivel de fallecidos permaneciera en índices aceptables. Así, efectivamente, ocurrió hasta concluir el 2020, al punto de que un diputado oficialista en plena sesión afirmó que deberíamos “agradecer” al jefe de Estado por la “poca cantidad de muertos que tenemos”. A partir de enero del año siguiente las estadísticas se dispararon aceleradamente. Buscaron explicaciones poco convincentes como que, por ejemplo, eran datos publicados los lunes y que no fueron cargados los fines de semana. Lo concreto e irrefutable es que el 31 de diciembre del 2020 teníamos 2.262 fallecidos. Exactamente un año después alcanzábamos el triste récord de 16.629 muertos por covid-19. Incluso los escépticos que nunca faltan están convencidos de que los números oficiales –18.734 a hoy– están muy por debajo de la realidad. Muchas de esas muertes pudieron haberse evitado con honestidad, lucidez, responsabilidad y previsión.
El Gobierno, como aconteció en los últimos casi cuatro años, se dejó ganar por la improvisación. Los 1.600 millones de dólares mal utilizados tuvieron sus consecuencias de escasez de camas de terapia (intermedia e intensiva), falta de insumos, oxígeno y medicamentos. Así como hospitales de contingencia que jamás se construyeron. Todo quedó en el inservible campo de los discursos. Cientos de pacientes fallecieron en los pasillos sin siquiera recibir una atención mínima.
Hace exactamente dos años empezaba este vía crucis que, aparentemente, va llegando a su término. Al menos así lo decretará el Gobierno, poniendo punto final al uso de las mascarillas el próximo 18 de abril. Lamentablemente con una penosa estela de corrupción, pobreza, desempleo y muertes.