En medio de un complejo paisaje marcado por la desinformación constante, la conveniente reescritura de los hechos y hasta el acomodo de los datos estadísticos evaluados desde la perspectiva de la ciencia, el buen periodismo ha venido naufragando ante los ojos de los lectores, con la consecuente derivación en la pérdida de la credibilidad.
Por fortuna, el público, con las nuevas herramientas que proporciona la tecnología, también aprendió a ejercitarse para interpretar los acontecimientos desde una mirada crítica, más allá de los límites de la prensa tradicional.
Las noticias, por tanto, son reconstruidas desde varias aristas, y no ya desde el ojo exclusivo de los periodistas. Es una manera alternativa –que antes no existía– de intentar una aproximación a la verdad, aquella que nos trasciende en su objetividad y permanencia. Es decir, que está ahí por encima de las pretensiones de domesticarla y presentarla con un ropaje adulterado que la distancia de sus raíces fundamentales.
Estamos en presencia de la no-verdad, de las falsas noticias, que se han vuelto una trágica pandemia que persigue el inmoral objetivo de influenciar en el ánimo y las decisiones de los ciudadanos y ciudadanas para torcer el rumbo de sus voluntades en el momento de asumir posturas. Por eso, el bombardeo incesante con sus armas preferidas: el bulo y las patrañas.
A lo largo de todo el proceso de transición democrática, iniciado el 3 de febrero de 1989, algunos medios de comunicación (que luego se transformaron en verdaderas corporaciones mediáticas), en su afán de creerse propietarios de la verdad absoluta, han ensayado varias fórmulas para poner en práctica su inocultable afán de erigirse en el gran elector. Para dejar esto en términos de mayor claridad o, incluso, en palabras bíblicas: ambicionan poner y quitar reyes. Que, en nuestro caso, serían presidentes de la República.
Para ello se tejieron alianzas con una clase política que tiene sus mismos viciados propósitos, ya que lo único que les importa es la captura del poder, y no precisamente la radical solución a los graves problemas estructurales que desde hace décadas descargan todo su peso sobre las clases más humildes de nuestra sociedad. Esa cosecha, salvo una o dos excepciones puntuales, fue permanentemente hostil y ajena a sus anhelos.
Hoy, en medio del actual contexto de confusiones deliberadas y dispersión de humos distractores para desviar la verdad hacia relatos mendaces y sectarios, el diario La Nación cumple treinta años de la aparición de su primer número, el 25 de mayo de 1995, bajo la entonces dirección de don Osvaldo Domínguez Dibb (+), uno de los dirigentes deportivos más laureados de nuestro país, quien trajo al Paraguay la primera Copa Libertadores de América, en 1979, de la mano de su amado y eterno Club Olimpia.
En los últimos años, bajo la actual gestión, nuestro diario se ha esmerado por ofrecer al público la versión ignorada exprofeso por otros medios de comunicación. Naturalmente, en ocasiones, hemos caído, también, en algunos errores propios de toda actividad que tiene al hombre como el centro de acción.
Sin embargo, nuestra conducta profesional nunca estuvo orientada por la mala fe ni la parcialidad manifiesta para exaltar la mentira, el engaño y el fraude en el manejo de la información.
Hemos sido útiles, consecuentemente, al mostrar las otras aristas de los hechos a fin de que la ciudadanía pueda tener un panorama completo de la realidad. Y, así, hemos obrado conforme a la razón, la irrefutable lógica y la irrebatible contundencia de cómo han ocurrido los sucesos.
Estos son, pues, los datos imprescindibles que el lector puede recoger del entorno para su toma de acción. Nos anima, por ende, impulsar siempre una acción ética, recta, honesta y, además, provechosa para el particular interés del ciudadano y su armoniosa convivencia dentro de una sociedad que se expresa y comunica con relatos cargados de veracidad.
Y no de narrativas tendenciosas que no hacen sino deformar la actualidad, su sustrato histórico y su proyección en el tiempo.
Informar con veracidad no precisa de leyes que nos obliguen a hacerlo, así como consideramos inaceptable cualquier intento de restringir la libertad de expresión, cuya prolongación práctica es el cumplimiento de un mandato que garantiza el pluralismo democrático: el derecho del pueblo a estar informado.
La observancia de estas pautas ineludibles para el buen periodismo constituye, más que nada, un imperativo ético. Y en ese trayecto nos habrán de encontrar, con nuestras luces y nuestras sombras, pero con el irrenunciable compromiso de aportar, con nobleza y sinceridad, para la construcción de un país mejor.