La esclavitud –como idea y acción violatoria de los derechos humanos– tiene algún punto de contacto con la ideología del extractivismo. Los esclavistas solo ven al humano como recurso del que solo importa la fuerza física para someterla hasta que se agote para optimizar la rentabilidad de despreciables mercaderes.
- Por Ricardo Rivas
- Periodista X: @RtrivasRivas
- Fotos: Gentileza
Los organismos multilaterales estiman que más de 55 millones de personas viven “en situación de esclavitud moderna”. En 2021, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) junto con la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) estimaban esa población en unos 50 millones de personas. Detallaban esas agencias multilaterales que “28 millones realizaban trabajos forzados y 22 millones estaban atrapadas en matrimonios forzados”.
Advertían también que “las mujeres y los niños siguen siendo desproporcionadamente vulnerables”. Pavorosos datos sociales. “La esclavitud moderna se da en casi todos los países del mundo y atraviesa líneas étnicas, culturales y religiosas”, señala aquel reporte que abunda en detalles repudiables. “Más de la mitad (52 %) de todos los trabajos forzados y una cuarta parte de los matrimonios forzados se encuentran en países de renta media-alta o alta”.
Puntualiza además que “la mayoría de los casos de trabajo forzoso (86 %) se dan en el sector privado (y que) en distintos sectores la explotación sexual comercial representa el 63 % de todo el trabajo forzoso, (en tanto) que la explotación sexual comercial forzosa representa el 23 % (del total de ese indicador, lo que explica que) casi cuatro de cada cinco personas sometidas (a ese tipo de esclavitud) son mujeres o niñas”.
Avergüenza. Indigna. Pero no solo el privado esclaviza. “El trabajo forzoso impuesto por el Estado representa el 14 % de las personas” reducidas a esa condición y “una de cada ocho son niños (3,3 millones)” y “más de la mitad de ellos se encuentran en situación de explotación sexual comercial”. Indigna. Avergüenza. Lastima. Duele. Los datos de la crueldad revelan que unos “22 millones de personas vivían en un matrimonio forzado (en) 2021″.
INCIDENCIA
Poco más de “6,6 millones más desde las estimaciones globales [verificadas] en 2016″. Apunta que la esclavitud matrimonial forzada tiene “verdadera incidencia” en el segmento etario constituido por niños y niñas “de 16 años o menos”, aunque quienes recolectan esos datos en el campo y los analistas aseguran que la realidad “es probablemente mucho mayor de lo que las estimaciones actuales pueden captar”.
Para que al receptor no especializado en la información consignada le quede claro, el reporte precisa que “los matrimonios infantiles se consideran forzados porque el niño no puede dar legalmente su consentimiento para casarse”. Se asegura que “más del 85 % (de esas uniones forzadas) fue impulsada por presión familiar” y detalla que “65 % (de los casos) se verifican en Asia y el Pacífico”, pero advierte que “si se tiene en cuenta el tamaño de la población regional, la prevalencia es mayor en los Estados árabes, con 4,8 personas de cada 1.000 en esa situación”.
Guy Bernard Ryder, exdirector general de la OIT y desde 2022 secretario general adjunto de Políticas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), consideró entonces que “es escandaloso que la situación de la esclavitud moderna no mejore (porque) nada puede justificar la persistencia de este abuso fundamental de los derechos humanos”.
António Vitorino, director general de la OIM, por su parte, enfatizó que “la reducción de la vulnerabilidad de los migrantes al trabajo forzoso y a la trata de personas depende, en primer lugar, de marcos políticos y jurídicos nacionales que respeten, protejan y hagan realidad los derechos humanos y las libertades fundamentales”.
ANTÍTESIS
Grace Forrest, directora fundadora de la organización Walk Free, opinó ante aquel reporte que “la esclavitud moderna es la antítesis del desarrollo sostenible”, sostuvo que se trata de “un problema creado por el hombre, relacionado tanto con la esclavitud histórica como con la persistente desigualdad estructural” y señaló que es necesaria “una auténtica voluntad política (...) para acabar con estos abusos de los derechos humanos”.
¿Qué cambió para mejor desde entonces? Difícil saberlo. ¿Qué hacen los gobiernos para poner fin a la esclavitud? El ODS (Objetivo para el Desarrollo Sostenible) 8 de la Agenda 2030 propone “promover el crecimiento económico inclusivo y sostenible, el empleo y el trabajo decente para todos”. En la meta 7 de aquel mandato claro y preciso, da cuenta de la necesidad de “adoptar medidas inmediatas y eficaces para erradicar el trabajo forzoso, poner fin a las formas contemporáneas de esclavitud y la trata de personas y asegurar la prohibición y eliminación de las peores formas de trabajo infantil, incluidos el reclutamiento y la utilización de niños soldados [para en] 2025, poner fin al trabajo infantil en todas sus formas”.
¿Será posible? Con amargura –un altísimo funcionario de un organismo multilateral con el que consulté para saber– después de pedir reserva sobre su identidad mirándome a los ojos recordó que “falta poco más de 5 años para el 2030″ y destacó que “se verifican preocupantes retrasos en el cumplimiento de gran parte de los objetivos de la agenda”.
El Correo de la Unesco –desde niño– es una publicación que me acompaña. Buena parte de mi equipaje cultural lo recibí desde sus páginas. Sí, páginas. Eran aquellos los tiempos en los que esa publicación se imprimía sobre papel. De hecho, el querido amigo Horacio, vendedor de diarios en la esquina de Victorino de la Plaza y avenida del Libertador, en el Bajo Belgrano, mi pueblo natal en Buenos Aires, unos 1.330 kilómetros al sur de mi querida Asunción, que desde algunas décadas vocea noticias en algún lugar, guardaba El Correo “para los chicos” por pedido de don Ricardo, nuestro querido viejo. “Leer es una aventura fantástica”, decía papá. ¡Vaya si lo es!
ESTREMECIMIENTO
En el sofocante verano del 65 un nutrido grupo de personas se agolpaba frente a las pizarras informativas del diario La Prensa, sobre la avenida de Mayo. Algunos comentaban en alta voz y otros con gritos destemplados el asesinato a tiros de El-Hajj Malik El-Shabazz, conocido como Malcom X, quien por entonces tenía 40 años. Era el 21 de febrero. La noticia sacudió a los habitantes de aquella ciudad todavía con tiempos pueblerinos que aún no se recuperaba del magnicidio del 22 de noviembre del 63, cuando al presidente John Fitzgerald Kennedy un tal Lee Harvey Oswald le voló la cabeza con tres disparos que le descerrajó con un fusil de cerrojo italiano marca Carcamo M91/38 de 6,5 milímetros.
Tan solo unos quince meses corrieron entre las dos tragedias. ¿Quién era Malcom X?, preguntaron mis doce años. “Era un luchador por la libertad que iba en contra de la esclavitud. ¡Un pacifista!”, recuerdo que dijo don Ricardo ya sentados a una de las mesas del mítico Café Tortoni. “Era un gran líder que ante quien fuere sostuvo que ‘sin igualdad no hay libertad y sin libertad no hay paz’”, añadió papá. Se lo veía triste. Enmudecí.
“Esclavitud, libertad, racismo, segregación, injusticia, asesinato” fueron las palabras que más escuchaba mi cerebro desde aquel momento y por varios días. Los recuerdos atropellan. La tapa en formato digital del Correo de la Unesco estimuló la memoria. Aquella palabra que me llega desde lejos me interpela una vez. “Esclavitud”. Leo con voracidad. En tres siglos desde el “XVI hasta mediados del XIX, unos 12,5 millones de personas fueron deportadas desde África hacia las Américas en el marco de la trata de esclavos”, adelanta la publicación en sus primeros renglones.
“Esta tragedia conformó el mundo moderno y sigue teniendo influencia”, agrega inmediatamente. Me hace ruido la palabra “deportar”. Muy poco o nada tiene que ver con comerciar. Con cazar, con ponerle un precio y vender a una persona a la que se ha despojado de su identidad, de su cultura, de su hábitat, de su familia, de sus creencias. Que fue extraída de su ecosistema... Leo y releo. Pienso, reflexiono. Tal vez “deportar” –así aplicada– pueda tener algún grado de sinonimia con “crueldad”.
EXTRACTIVISMO
No pocas veces pienso que la esclavitud –como idea y acción violatoria de los derechos humanos– tiene algún punto de contacto con la ideología del extractivismo. Los esclavistas solo ven al humano como recurso del que solo importa la fuerza física para someterla hasta que se agote para optimizar la rentabilidad de despreciables mercaderes. Inmediatamente me arrepiento. Por lo que implica en tanto juicio de valor para esclavizadores como esclavizados. ¿Quién soy yo para juzgarlos? Aunque bien siento la obligación de tener una mirada crítica de lo que desde siempre fue, es y será repudiable.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (RAE) con precisión y claridad explica que “hacer esclavo a alguien, reducirlo a esclavitud (...) someter, subyugar, oprimir, tiranizar, dominar, avasallar, aprisionar” a una persona humana es esclavizar. La esclavitud no solo es “memoria dolorosa [que] resurge hoy en día bajo la forma de conmemoraciones y obras contemporáneas que rinden homenaje a la violencia padecida por generaciones de hombres y mujeres”. No. Es también –y, tal vez, por sobre todo– hacer públicas las pesquisas de la académica Myriam Cottias como la que publica El Correo de la Unesco porque todavía hoy de aquello masivamente mucho no se habla.
“Durante mucho tiempo, esta tragedia fue silenciada a nivel de los Estados”, sostiene Cottias de cara a la historia que durante siglos poderosos y poderosas pretendieron y pretenden silenciar. Apunta luego que “tanto en Europa como en África, así como en el Caribe, Estados Unidos, América del Sur, Asia y los países de la península arábiga, el silencio prevaleció en las construcciones nacionales a pesar de que la esclavitud desempeñó un papel importante en la historia, particularmente de Europa y de Estados Unidos, fomentando su riqueza, dando forma a sus ideologías [en esos países y regiones] e influyendo en sus principios filosóficos, importancia que no ha sido plenamente reconocida, como tampoco lo ha sido la herencia derivada de su historia”.
Ningún sector social pareciera haber quedado fuera de las prácticas esclavistas. De hecho, el arzobispo católico Mitchell Rozanski, en Saint Louis, Estados Unidos, unas pocas semanas atrás, el pasado 22 de junio, “con corazones arrepentidos” informó que “los primeros tres obispos de la arquidiócesis, once sacerdotes diocesanos y siete clérigos [...] en el siglo XIX” un total de “99 personas [fueron] esclavizadas por el clero católico” en esa sede eclesial.
El reporte puntualiza que de ellas “44 [fueron] esclavizadas por obispos y clérigos”, en tanto que 55 lo fueron “por clérigos de órdenes religiosas”, aunque apunta que esas cifras “no son definitivas”. Sugiere que los casos pueden ser más. Detalla después que “mientras dirigían la arquidiócesis” los obispos “William Louis Valentine DuBourg, Joseph Rosati y Peter Richard Kenrick, esclavizaron a 19, 23 y 4 personas, respectivamente”, entre los años 1815 y 1895. Antes de ese tiempo, informa el arzobispo Rozanski, “otros cinco sacerdotes misioneros esclavizaron hasta 31 personas”.
¿PERDÓN?
Estremecedor. La investigación continúa. Es necesario saber y penoso conocer. “Perdónanos nuestras ofensas”, se llama la investigación histórica en marcha. ¿Será posible el perdón? ¿Quién o quiénes perdonarán? Las personas agraviadas ya no están. ¿Habrían estado dispuestas a perdonar? ¿Cómo saberlo? “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta el Nano Serrat.
Aquel pasado es lo que fue. ¿Habrá nuevas esclavitudes en estos tiempos que vivimos? Es posible. Cuando promediaba el siglo de las guerras, los líderes mundiales, el 10 de diciembre de 1948, unos pocos meses después de la tragedia que fue la Segunda Guerra Mundial, acordaron que “nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas”. Así lo prescribieron en el artículo cuarto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El texto es claro ¿verdad? Sin embargo, 72 años después, sabemos de nuevos esclavos y esclavas.
Para hacer frente a “las formas contemporáneas de la esclavitud” la Organización de las Naciones Unidas (ONU) designó en 2024 relator especial para abordar ese flagelo social al académico japonés Tomoya Obokata. Le otorgó mandato para abordar como problemas a resolver “la esclavitud tradicional, el trabajo forzoso, la servidumbre por deudas, la servidumbre de la gleba, el trabajo infantil en condiciones de esclavitud o análogas a esta, la servidumbre doméstica, la esclavitud sexual y los matrimonios serviles”, aunque “sin limitarse [solo] a ellos”.
PERSISTENCIA
La ONU es clara y precisa: “La práctica no ha sido erradicada por completo”. Y, en ese contexto, va más allá para advertir que “la esclavitud puede persistir como una mentalidad entre las víctimas y sus descendientes y entre los herederos de quienes la practicaron mucho tiempo después de que la práctica formal hubiera concluido”. La realidad lastima y abruma. Mucho más cuando el reporte explica que “la mayoría de los afectados [los esclavos de nuestros días] son los más pobres, los más vulnerables y los grupos sociales marginados” a quienes “el miedo, la ignorancia de los derechos que les asisten y la necesidad de sobrevivir les disuaden de protestar”.
Tan dramático como indigno. Me largué a caminar. Poco importa cuál es mi derrotero urbano. Es noche avanzada. Hace frío. Mucho. Siento que transito la calle que llaman “Del ocaso”. No tengo claro dónde está, pero creo estar seguro hacia dónde nos lleva. La nueva esclavitud se encuentra en todas partes.
Las herederas y herederos de Víctor Hugo –tan miserables como en la Francia de 1862– se amuchan para soportar la noche dándose calor cubiertos por cartones hasta que otros los despierten para ocupar sus mínimos espacios. El pensamiento procura dar respuesta a lo que pregunta el corazón. No conectan.
“El mapa genético es el mismo para todos los hombres de ayer y de hoy, sea cual sea su etnia, su religión, su color de piel, de ojos o de cabello. El desciframiento del genoma priva a las ideologías racistas de cualquier fundamento científico”, sostuvo alguna vez Arnold Munnich, francés, médico pediatra, genetista y profesor de genética en la Universidad de París-Descartes. Merci, monsieur docteur.