Este domingo, Toni Roberto, a partir de un cuadro de Ignacio Núñez Soler y una historia urbana de los 80, rinde homenaje a una majestuosa especie de árbol nativo.

Eran las 3 de la tarde de un día sábado de los años 70 y Nimia Vera Fariña, apodada China, oriunda de Caragua­tay, secretaria de mi abuela, se disponía a emperejilarse para partir con Kamba, su pareja sentimental, al Jar­dín Botánico.

Perfumada naturalmente con yvope, su peineta y un colorido vestido de fiestas, el destino final eran los dos inmensos árboles del gran predio de Trinidad frente mismo a la Casa Alta de los López. Algunos de esos sábados acompañaba a la pareja, que se comunicaba en cerrado guaraní, lo que me sirvió para aprender a defenderme en nuestro idioma vernáculo.

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Bajábamos la calle Alberdi hasta su intersección con Jejuí y ahí tomábamos La Chaqueña o más en el cen­tro el 23. La llegada, el largo camino a estos grandes árboles, donde se conjugaba todo lo popular asunceno y paraguayo; el señor del acor­deón, los vendedores de golosinas, las chiperas, las sillas plegadizas de madera, el vendedor ambulante de café y cocido, todo como si fuera una gran composición musical de don Remberto o de don Herminio Giménez.

La espesura de las dos gran­des plantas y sus enormes tallos hacían de la más fina acústica, que sería hoy envidia hasta de mi amigo el experto en sonidos Fidel Regúnega Ardissone.

NITI, ANTENOR Y EL VIEJO ÁRBOL

Por aquellos años, en otro punto de Asunción, sobre la calle Rosa Peña luchaba por sobrevivir un viejo yvapovo en el medio de la calzada. Ahí, bajo el amparo del gran techo verde, atendía Freddy, el eterno panchero.

Por esa misma vereda pasaba casi todos los días la parroquiana del San José, Niti Monti de Barriocanal, preocupada por cuidar aquel árbol que le acompañó desde su juventud en los años 60. Por ello, decidió convocar al ingeniero agrónomo Ante­nor Ruffinelli para su res­cate, porque el gigante verde se estaba secando.

STROESSNER Y EL YVAPOVO

Ella empieza diciendo: “Le llamé a Antenor y le dije: ‘Ayudame a sal­var esa belleza que está en medio de la calle’. Pac­tamos la hora, nos encon­tramos, puso una escalera para subirse a la copa y en eso pasó por la esquina el general Stroessner. Paró su comitiva, enviándole a un oficial. Quedaron dos en la esquina de España y dice: ‘Mi general quiere saber qué están haciendo con el árbol’. Y le respondí: ‘Yo soy la señora de Barriocanal y él es el ingeniero Ruffine­lli. Tenemos permiso de la dirección del Colegio San José, somos los que estamos cuidando el árbol. ‘Bueno’, responde el oficial: ‘Dis­culpen’, se fue corriendo, al momento vuelve y dice: ‘Mi general pide mil discul­pas y les ruega por favor que ustedes sigan encargándose de este árbol porque no se puede echar a perder’. Nos quedamos callados por un instante, se despidió el emi­sario y seguimos con el sal­vataje”. Así recuerda Niti Monti ese episodio de novela de los años 80 que se podría llamar “Mi árbol, Stroess­ner y yo”.

Al final, aquel viejo cuadro de Soler que conocí en la resi­dencia de sus antiguos pro­pietarios, los Heyn Teixidó, y que desde hace décadas forma parte del Museo Para­guayo de Arte Contemporá­neo, inspiró el artículo de este fin de semana, trans­portándome a mi infancia, gracias al estilo único, la soltura y la libertad de don Ignacio Núñez Soler, el gran pintor de las escenas urba­nas asuncenas del siglo XX.

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