Del poeta Horacio Basterra Sanguinetti se sabe muy poco. Tampoco hay fotos de él. Es un tanguero sin cara.

  • Por Ricardo Rivas
  • Periodista X: @RtrivasRivas
  • Fotos Gentileza

Con Juan Basterra (66), somos desde varios años amigos digitales. Sí, hicimos click para consti­tuirnos como tales. Las redes son atractivas y, en algunos casos, en ellas hasta se cons­truyen entornos de encuen­tro. Desde poco antes de aque­llos tiempos pandémicos de un quinquenio atrás, nos engan­chamos por placeres que nos son comunes. Leer, charlar, hurgar la historia, chismo­sear sobre aquellos hombres y mujeres a los que se los suele presentar como únicos e irre­petibles.

“No somos nativos digitales, pero, a no dudarlo, moriremos en red o cerca de ella, con un celu, una tablet o una note­book humeante entre nues­tras manos”, suelo bromear. No somos únicos. Lo sabemos. Tal vez un poco más en mi caso que, desde 2002, trabajo a dis­tancia para enviar mis textos periodísticos hasta redaccio­nes lejanas como Beijing.

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Allí, con otros buenos y que­ridos amigos como Gaviota Ou –el milonguero mayor en el Imperio del Centro– con­sumimos nuestra pasión por el tango, tangueras, tangue­ros y sus historias. ¡Claro que lo hacemos… y lo seguiremos haciendo!

María Cerdán, una relevante neuróloga española, sos­tiene en ese diario estupendo como lo es La Vanguardia que “debido a las pantallas, algu­nas personas mayores están abandonando la calle, y (lo siente y advierte sobre ello, porque) la calle es salud”.

Cerdán –como muy pocos, entre los que me encuentro– categoriza a las redes como TRIC (tecnologías de la rela­ción, la información y la comu­nicación). Así las vivo.

ENCUENTRO

Pero con Juan Basterra –que vive y trabaja en Resisten­cia, provincia argentina del Chaco– decidimos un encuen­tro en Buenos Aires, poco más de 1.300 kilómetros al sur de mi querida Asunción. Acor­damos vernos en El Federal, un viejo bodegón ahora, alma­cén cuando fue fundado allá por el 1864, es hasta hoy –en la esquina de las calles Car­los Calvo y Perú, en el barrio de San Telmo– un atractivo punto de encuentro para quie­nes disfrutan de trashumar el casco histórico de una ciudad con casi cuatro siglos y medio de existencia.

Basterra es un tan enorme como prolífico contador de historias. Sus creaciones, que no son pocas, se mantienen durante semanas entre los libros más vendidos. “Tata Dios”, “La cabeza de Ramírez”, “El amor y la peste”, “La cruz y la espada”, “De pasión y de guerra”, “La parisina” son sus títulos más conocidos. Placer atrapante leerlos.

La tele, al igual que los medios tradicionales y digitales, lo requieren con frecuencia. Apuntan bien. Sin embargo, se presenta solo como “profe­sor en biología”. Con un par de largas estadías entre Francia y España, sabe bien de qué se trata el olvido y olvidar... qué se siente a la hora de partir... conoce de la nostalgia en carne propia y también de las moti­vaciones profundas que tienen los regresos desde aquellos lugares al que miles quieren ir cuando en verdad lo que ape­tecen es irse desde donde se encuentran sin saber clara­mente a dónde irán.

Mientras lo espero, en el atar­decer de un viernes agitado, recuerdo a Homero y a Virgilio Expósito… “Primero hay que saber sufrir / después amar /después partir…”. Un tango –como “Naranjo en flor”, que ellos crearon– suele contener muchas vidas que inesperada­mente se encuentran o des­encuentran y hasta podemos encontrarlas a la vuelta de la esquina o en la mesa de un bar en medio de una tertulia cadenciosa –sin apuros– con amigos.

RECUERDOS

Con el abrazo de bienvenida, marchamos dos carajillos bien cargados de ron. Aun­que sabe que lo sé, reivindica que nació en La Plata, la capi­tal bonaerense. Recuerda con afecto sus años de niñez con algunos veranos en Mar del Plata, “donde vos vivís durante varios meses”. Sonrío. Apa­sionado por el ayer, trata de encontrar huellas de aquel en el hoy y en el mañana.

Borges y sus obras. Repenti­namente descubrimos que Giuseppe Tomasi, duque de Palma y príncipe di Lampe­dusa (1896-1957) y, más pre­cisamente, “Il Gatopardo”, su única novela, es otro pla­cer que compartimos. Coin­cidimos en que con su lectura y relectura es posible entender dónde vivimos, qué nos pasa y tratar de desentrañar qué tipo de sociedades son aquellas de las que formamos parte.

Una y otra vez, cuando tan­gencialmente dialogamos sobre cuestiones coyuntura­les, alguno de los dos o al uní­sono coincidimos en recor­dar que “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Reímos (tal vez con algo de bronca) cuando encontramos verdad en aquella frase tan profunda como antológica que Lampe­dusa le hace decir a Tancredi Falconieri durante una discu­sión que sostiene con su tío, Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, en el sur de Italia, cuando los nobles se espan­tan por el desembarco de Gari­baldi en Marsala el 11 de mayo de 1860.

“¡Otros dos carajillos!”. Entre fotos viejas colgadas en las paredes, añejísimas botellas cargadas aún con aperitivos que hasta hoy no se bebie­ron y sifones de otros tiem­pos, Basterra señala algunos pequeños cuadros con pintu­ras de algunos grandes tan­gueros. Roberto Goyeneche, Edmundo Rivero, Homero Manzi y Osvaldo Pugliese, entre otros, parecen mirarnos.

“Este también era un lugar de tango”, apunto. “Enrique Cadícamo, Cobián, Osvaldo Pugliese se juntaban aquí”. Los dos carajillos ocuparon el centro de la mesa. “Un tío abuelo mío escribió varios tangos”, dijo Juan. “Murió joven”, agregó y precisó que era poeta. “¡Justamente, me contaron que era muy amigo de Pugliese y, por él, conoció a D’Arienzo!”.

MEMORIA Y CORAZÓN

Lo escuché sin interrumpir. La sola mención de ese nom­bre me estrujó el corazón. Un par de recuerdos estragaron el momento. Nada dije. La noche se desplomó sobre los viejos adoquines. Algunos grupos de turistas que llegaron metieron ruido. Nos largamos a caminar en busca de la avenida de Mayo.

Claramente, memoria y corazón me torean hasta apremiarme. Los recuerdos toman impulso desde medio siglo atrás y ponen sordina a los ruidos citadinos. Creo percibir que Basterra tararea o recita en voz muy baja. No me queda claro. “Gitana rusa / No lo busques por las taber­nas / Ni en las estepas / Ni en la calle del dolor / Gitana triste / Será más triste / Cuando sepas / Que tú gitano / Se arrojó una noche al Don...”.

Solo nuestros pasos se escu­chaban. “Lo escribió mi tío abuelo”, dijo Juan y breve­mente volvió a callar. “Siem­pre escribía sobre el amor y las mujeres”. Sentí que no hablaba para mí.

“Se alargan las graves caden­cias de un tango, / un mís­tico soplo recorre el salón... / Y rezan las tristes princesas del fango / plegarias que se alzan desde un bandoneón. / Mi copa es tu copa, bebamos, amiga, / el bello topacio del mágico alcohol. / La sed que yo tengo me quema la vida, / bebiendo descansa mi enorme dolor. / Tu rubio cabello, tu piel de azucena, / tu largo vestido de seda y de tul, / me alegran los ojos, me borran las penas, / me envuelven el alma en un sueño azul. / Princesa del fango, / bailemos un tango... / ¿No ves que estoy triste, / que llora mi voz? / Princesa del fango, / hermosa y coqueta... / yo soy un poeta / que muere de amor”.

¿También es del pariente? Nuevamente asintió. Quizás haya sonreído. “Sí. ‘Gitana rusa’ y ‘Princesa del fango’ son de él. Creo que se lo dedicó a una mujer que se llamaba Rosita. Escuché que era rubia y muy alta. Mi viejo me dijo que estaba muy enamorado, pero rompieron. Ella viajó a Brasil y nunca volvió”.

MISTERIO

¿Cómo se llamó tu tío abuelo? “Desde muy pequeño escuché a mis padres hablar de un tal Horacio Basterra, uruguayo, que era primo de mi abuelo paterno, Aristóbulo Baste­rra”, respondió sin responder. “Murió muy joven en Monte­video, me dijeron... pero no se sabe mucho de él que, además, se presentaba como Basterra Sanguinetti porque era hijo de Félix Blas Basterra Zubiaurre y Electra Sanguinetti”.

Don Félix, anarquista vasco que en el censo argentino de 1895 se declaró “español, sol­tero, librepensador y conta­dor”, en 1902, después de ser interrogado por la policía de la capital, fue fotografiado de frente y perfil, registrado y se lo expulsó del país. Su destino fue Uruguay. Allí nació Hora­cio, el poeta, una docena de años después.

“¿Lo conociste a D’Arienzo?”. La pregunta de Juan me sacu­dió. “Nada, nada queda en tu casa natal / Solo telarañas que teje el yuyal / Y el rosal tam­poco existe / Y es seguro que se ha muerto al irte tú / Todo es una cruz / Nada, nada más que tristeza y quietud / Nadie que me diga si vives aún / ¿Dónde estás? Para decirte / Que hoy he vuelto arrepentido a buscar tu amor...”, canturrié mientras caminábamos.

“Horacio, quedate tranquilo, vas a poder irte del país, no te desesperes”, le dijo Osvaldo Pugliese al poeta en fuga

LA MILONGA, DE LUTO

“El maestro me habló de Horacio”, comenté. La memoria vuela. “Murió Juan D’Arienzo”, decía la tapa del diario Clarín de Buenos Aires desde las 2 de la madrugada de aquel 15 de enero de 1976. Con tres palabras (¿para qué más?) el título –al pie de la portada, en grandes letras negras– se estrellaba contra el corazón de millones de tangueros y tangueras.

La milonga, de luto profundo. Tristeza en aquella ciudad que cada noche se estremecía con ayes de dolor, con bombazos y tableteos de ametralladoras que anunciaban inclementes que la violencia trágica y polí­tica se habría de potenciar en pocos días. Los vespertinos La Razón y Crónica del día ante­rior ya había hecho lo suyo.

“El Rotativo del Aire de Radio Rivadavia”, lo dijo primero. El verano porteño apretaba como nunca. El de Piazzolla, cumplía 10 años. Tres días antes, cuando cumplí 25, los termómetros marcaron 38°. Ese día “lo operaron del cuore”, me dijo su secretario, cuyo nombre no consigo recor­dar, en la entrada del Sanato­rio Anchorena, donde estaba internado “por una úlcera que se agravó con una peritonitis aguda y una hernia diafrag­mática”.

LLAMADO

En la tarde del 10 de enero estuve con el maestro. “El croata” –como se lo apodaba al secretario de D’Arienzo– me buscó y encontró en el bar La Paz. “Juan te quiere ver”, dijo. Así de simple. Pijama de seda que contrastaba con su palidez. “¡Viniste, Plomo!”. Reímos.

Así me apodó desde que nos conocimos en el transcurso de una larga madrugada, en el interior de un cabaret ruinoso sobre la calle Lavalle hasta donde llegamos con aquellos viejos gigantes, colegas perio­distas, que fueron los compa­ñeros de don Héctor Daniel y don Ricardo –nuestros abuelo y padre, respectivamente– en el mítico diario Crítica.

Tomó mi mano. Me miró con sus ojos –por momentos celes­tes, a veces grises muy claros y otros oscuros– mientras son­reía. “Los tordos (doctores al revés) me quieren operar. Por eso te llamé. Para despedir­nos...”. Intenté interrumpirlo. Sus palabras me golpeaban duro. Levantó sus cejas, tomó aire... “Cayate (sic), Plomo. Carlitos me está llamando...”.

La referencia a Gardel, cua­renta años después de su par­tida desde Medellín, me con­geló. Nos despedimos con un beso. Aquella costumbre que no pocos tangueros atribuyen al tan tierno Aníbal Troilo. Al querido Pichuco. Me fui pen­sando en muchas cosas que aprendí con él. Buscaba qué responder a Juan Basterra –caminante y a mi lado– casi medio siglo después de aquel día tan triste.

“Solo y casi olvidado, moriría en Montevideo, en donde habría regenteado un café cercano a las orillas, el 19 de diciembre de 1957, a los 43 años”, dice Juan Basterra de su tío abuelo, el poeta Horacio Basterra Sanguinetti

“NADA”

“¿Qué tango es el que más te gusta, Plomo?”, me preguntó don Juan sobre la mediano­che de un día de noviembre del 73, en el siglo pasado. Tal vez estábamos en La Giralda, en el 1453 de la avenida Corrien­tes. Un templo para el culto de la amistad. “Nada...”, respondí después de un sorbo de café con algunas gotas de anís. “¡El de Sanguinetti...!”, replicó el troesma y agregó: “Muy buen tipo, simpático, callado y gran poeta”.

Fumamos en silencio. “Hace más de 20 años –relató– una noche, Pugliese (Osvaldo – 1905/1995) me pidió que hablara con el general (Perón) por Sanguinetti. ¡Era urgente! Me contó que el tipo había matado de dos tiros al cuñado –que era milico– en el velorio de su hermana adelante de un montón de gente. Después, se rajó a lo de Pugliese, que no se llevaba bien con Perón, y se quedó allí”.

¿Y qué hiciste? “Los llamé a Cátulo (Castillo) y a Homero (Manzi) y los tres nos fui­mos a Olivos. Le explicamos al general que se comunicó enseguida con el jefe de poli­cía o con Borlenghi (Ángel Gabriel -1906/1962, ministro del Interior de aquel gobierno) y, sin vueltas, ordenó que por 48 horas se olvidaran de San­guinetti”.

¿Y...? “Nosotros enseguida lo acompañamos hasta el Tigre, donde con Cátulo y los otros muchachos teníamos algu­nos amigotes que sabían cómo cruzar al Uruguay sin llamar la atención. Lo dejamos con ellos y... nunca más supimos de él hasta que nos enteramos unos años más tarde que falle­ció en Montevideo. Una pena. Era un pibe”.

PALABRAS ATESORADAS

Basterra era todo escucha. ¡Qué extraños suelen ser los recuerdos lejanos! En algunas ocasiones regresan cuando más se los necesita. Don Juan fue un gran conta­dor de historias. Me esforzaba entonces por llegar a ser perio­dista. Cada una de sus pala­bras las atesoré entre el alma y la memoria.

El corazón de D’Arienzo dicen que se detuvo a las 5:10 de la mañana del 14 de enero de 1976. Cuando lo supe, estaba muy cerca del Obelisco. Antes de acostarme, quise pasar por Paraná 440. A media cuadra de la avenida Corrientes. En ese lugar donde vivió la noche de Buenos Aires durante déca­das fue donde Ángel Sánchez Carreño –un locutor al que se mencionaba en la nocturni­dad de entonces como el Prín­cipe Cubano– bautizó popu­larmente y para siempre a don Juan como el Rey del Compás.

Tristeza. Entre el tronar de los escapes contaminantes de los colectivos 29 que incesante­mente pasaban por allí, hice cientos de minutos de silencio en su homenaje. Tal vez, haya lagrimeado. No lo recuerdo, pero seguramente así fue.

Lucena Delma “Beba” Pugliese (89), la hija de don Osvaldo, reveló un par de años atrás a la FM Radio Rebelde que a su papá “le decían Chi­charrita”. En diálogo con el investigador José María Otero, recordó que cuando “era una nena” y con su familia vivía en la calle Álvarez Thomas 1477 de Bue­nos Aires, una noche de una fecha que no precisó “llegó Horacio (Sanguinetti) deses­perado. Tenía las manos ven­dadas. Vestía un traje azul”.

CONFESIÓN

Aquella niña contó que “está­bamos en el vestíbulo” y que el poeta “le decía a papá que había matado a su cuñado”. Beba –que fue muy amiga de un grande de la cultura popu­lar rioplatense como lo fuera el maestro Horacio Ferrer (1933-2014) afirma que su padre “lo apoyó en todo dicién­dole ‘Horacio, quédate tran­quilo, vas a poder irte (del país), no te desesperes’”.

Su memoria de largo pazo registra también que, a su madre, una y otra vez, aquel hombre en fuga le decía “Cho­lita, lo maté (porque) práctica­mente mató a mi hermana... era un militar salvaje...”.

Juan Basterra solo escuchó. Desde muchos años busca y rebusca a su tío abuelo el poeta Horacio Basterra Sanguine­tti, del que se sabe muy poco. Tampoco hay fotos de él. Es un tanguero sin cara. Era casi la medianoche. Salimos del 36 Billares, ese café mágico en el 1271 de la avenida de Mayo. Entre Lima y Salta. Nos des­pedimos con un abrazo silen­cioso con la intención de un reencuentro en Montevideo, “para buscar a Basterra San­guinetti”.

“Nada, nada más que tris­teza y quietud / Nadie que me diga si vives aún / ¿Dónde estás? Para decirte / Que hoy he vuelto arre­pentido a bus­car tu amor”.

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