Texto: Micaela Cattáneo @micaelactt
Todos, alguna vez, sentimos un amorodio por un pantalón vaquero. La prenda estrella del armario; la que combina con todo y a la vez, no necesita de nadie para triunfar sola. Independiente y compañera, pero a veces traicionera. La que no es cómoda para hacer ejercicios, pero que te obliga a dar saltitos cuando aprieta más de lo normal.
Los jeans, esa pareja perfecta que puede engordar donde se le dé la gana (bandana); llegar tan alto como quisiera (de cintura) y tan bajo como pudiera (de cadera). Ese par que es libertad (boyfriends) y encierro (chupines); ortodoxia (corte recto) y rebeldía (rotos); que tiene tantas identidades en una.
Pero más que estética, son momentos: es el botón que pide auxilio cada vez que la comida lo acogota; el sueño profundo que no dejó cambiarlo antes de que caigamos rendidos en la cama; la prenda que no regalamos porque “volverá a quedarnos cuando bajemos de peso”; el lanzamiento al vacío al llegar a casa luego de un día caluroso y pegajoso; la tela que manda al carajo y se rompe al medio cuando ya no resiste ni una salida más.
Los jeans son prendas en evolución; las épocas que no vivimos y ahora sí; Marlon Brando, Lady Di y Britney Spears. El pantalón vaquero es el alemán Levi Strauss en plena fiebre de oro y su ingenio para darle a los mineros que buscaban este metal precioso más resistencia en su vestir. Es un azul que nunca es tan azul; una formalidad un poco informal; algo ordenado dentro del placard y un desorden necesario fuera de él; es el amigo más fiel que a veces puede echar todo a perder.
Los jeans nos enseñaron en pleno confinamiento que podíamos vivir sin ellos, pero, no contentos con esto, en la primera salida luego del encierro más duro, nos demostraron que el mundo seguía allí y que este nos esperaba con ellos puestos, cumpliendo siempre su rol prioritario: ser “lo primero que encontré para ponerme”.